Derrota. La gente habla de ella con una facilidad pasmosa. Es un sentimiento amargo. A menudo, desgarrador e insoportable. Quien la toma como un método de aprendizaje es porque nunca ha llegado a clase de Matemáticas -sudando y con las rodillas llenas de sangre- habiendo perdido contra los del A. Un día fui uno de aquellos perdedores. Mi profesora, viendo mi cara de derrota, pronunció la famosa frase: «es sólo fútbol» y me preguntó sí había hecho los ejercicios del cuadernillo Rubio. Unos años más tarde, un 2-0 en Riazor me enseñó que en la vida siempre se pierde y lo importante que es ir a clase con los deberes hechos.

Caer es importante. Después de tocar fondo solo puedes subir. Te cambias de look, vas al gimnasio o te ilusionas cuando un bigotudo te dice: «En tres días nos vemos en Son Moix». La espera se hizo más eterna que un minuto de plancha abdominal, pero al final llegó la noche tan ansiada. El Mallorca tenía una cita con la historia. Remontar dos goles y volver a Primera División se veía un poco más factible dos horas antes del encuentro. Las calles se inundaban de camisetas rojas, humo de bengala y cánticos al unísono. El «Sí se puede» se tatuaba en las gargantas bermellonas como una canción de verano. Nadie estaba preparado para lo que estaba a punto de ocurrir. 

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