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En fútbol, la ley del ex habla de aquel fenómeno en el cual un jugador le marca a su exequipo. Muy probablemente sea el gol que le dé la victoria a su nuevo conjunto, casi con toda seguridad en un minuto muy cercano al descuento e, inevitablemente, con una ocasión que en su antigua zamarra falló una y otra vez.

Pero la ley del ex no habla del dolor que dejan algunos de esos exs. Nadie habla del vacío que se le queda a uno después de haberse comprado la camiseta con el dorsal y el nombre de aquel que ahora coge las maletas y se va. Tú le veías por los siglos de los siglos en tu estadio, ya habías pensado cómo celebrar el resto de sus goles y hasta habías decidido cómo se iban a llamar vuestros hijos y el golden retriever que ibais a adoptar.

Y de la noche a la mañana, sin que tu corazón se haya preparado para ello, chas: se fue. Y la putada del amor es que, cuando uno abandona un corazón, no suele ser para retirarse, sino más bien para ocupar otro distinto. Y es que todo sería mucho más fácil si no hubiera que ver cómo sigue el camino del otro. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Y por culpa de ese sentimiento de añoranza, no puedes evitar ver sus partidos, secretamente deseando que le vaya bien e inevitablemente sintiendo pinchazos cada vez que escuchas que ha vuelto a marcar un gol. 

Y, a pesar del daño que te haya podido causar, sabes que, si te pide volver, tonto de ti, tendrás de nuevo una sonrisa en la cara antes de que haya acabado la frase. Porque a esta ley del ex no se le puede decir que no. Y si querer la vuelta de Budimir es incumplir la ley, su señoría, me declaro culpable.