Solo faltan cuatro días para la final de la Copa del Rey y me parecen una eternidad. Una eternidad que disfrutaré. Porque el camino cuenta más que la meta. Y todavía no quiero llegar. No son nervios, es ilusión. Y hay que saborearlo todo. Sobre todo, una vez aterrizados en Sevilla.
Esta final es un regalo. Un regalo histórico porque es la cuarta final de la historia del Mallorca y la primera que viva in situ. Han pasado veintiún años de la última. El equipo alzó los brazos al cielo de Elche. Esta vez también lo hará.
Para llegar al trabajo, he caminado por Palma. No me había detenido en observar si en los diferentes balcones había banderas y, por cuestiones de la mente, los ojos me llevaron a ver un balcón con una bandera del Athletic. En vez de sentir rabia, he sonreído. Porque el fútbol es eso: animar tus colores y respetar los sentimientos de tus rivales.
Estos días de celebración, he desconectado del móvil y he disfrutado como un niño. Mi hobby ha sido imaginarme diferentes escenarios en la final de La Cartuja y, en todos, he acabado con una sonrisa. Para mí, el sábado el resultado no es lo más importante.
Disfrutaré de la Fan Zone, de la previa y del camino al estadio. Iré con mi libreta en mano. Escribiré lo que sentiré en las gradas de La Cartuja. Sonreiré, abrazaré y guardaré este recuerdo en lo más profundo de mí porque es una historia que quiero contar, sobre todo pasado un tiempo, que es cuando realmente nos damos cuenta de la importancia de lo vivido. Explicar que jugar ya es una victoria y que el resultado final es quizás lo menos importante de todo es complicado. Es una fiesta. No va la vida en ello. Repito: no son nervios, es ilusión.