Todos los mallorquinistas quieren que Kang-In Lee siga en el Mallorca. Y es lógico. Hace tantos años que casi ni nos acordamos de que un jugador con su calidad jugara en primera división con la camiseta bermellona. Y da pena. Lo lógico es que se marche del club por una cantidad cercana a los 25 millones de euros al PSG. Y coincidiría con Marco Asensio, el jugador más laureado que ha vestido la elástica mallorquinista. Y se unirían las dos últimas grandes zurdas del club.
Pero quizás es lo mejor para ambos. Al menos en este momento. El futbolista surcoreano quiere crecer. Disfrutar de otros retos más osados que lograr la permanencia y el Mallorca ahora mismo no puede darle otro objetivo. El club debe crecer de una manera orgánica porque solo de esta forma mejoraría de una forma sostenible como la Real Sociedad o el Osasuna, los ejemplos a seguir.
La venta de Kang-In Lee haría que el club diera un salto cuantitativo y quizás cualitativo. Suena paradójico. Pero es la realidad. Una realidad tan extraña como cierta. Con su venta el presupuesto para fichar rondaría los 40 millones de euros, pero eso no es lo más importante. Lo más importante es el efecto llamada del caso Kang-In Lee. Efecto llamada como ya pasó anteriormente. Si el equipo revaloriza futbolistas como el surcoreano más jugadores querrán jugar aquí y el nivel del equipo aumentará. Se fichará más caro, pero se vendería todavía más caro.
Que el club sea atractivo para representantes y jugadores de nivel que quieren progresar es la mejor noticia posible. El dinero llama al dinero y por ende, la calidad a la calidad. Pablo Ortells debería encontrar otra joya por explotar o que quizás ya lo haya hecho y quiera volver a ser el de antes. Pero ya lo hizo hace dos años al fichar a Kang-In Lee y ¿quién podría negarle el margen de la duda con más dinero para gastar?
Una venta no es el final del mundo. Entristece que solo se haya podido disfrutar de verdad durante una temporada porque sabe a poco. Pero lo excelso jamás llena lo suficiente. Es como un amor de verano. Julio y agosto son insaciables. Pero llega septiembre y toca despedirse. Lamentarse de que julio y agosto sean efímeros y pensar durante años por qué siempre llega septiembre, hasta que regresa otra vez el verano y con él la sensación de que todo es posible otra vez. Como la posibilidad de que los caminos se vuelvan a cruzar. No sería la primera vez ni será la última.