Me siento un poco como en el primer amor real. El real, que no es lo mismo que el primer amor: idealizado, utópico, infantil y tóxico. Sino el primer amor real. Otro muy distinto. Un amor mucho más maduro. El que se sienta a hablar las cosas cuando no van bien, el que hace todo por evitar las discusiones y, si las tiene, hace todo porque no lleguen a mal puerto. El que actúa sin maldad y siempre quiere lo mejor para el otro.
Luis García Plaza siempre será mi primer amor real como entrenador. Alguien que entra sin hacer demasiado ruido, sin mariposas en el estómago, sin ilusionar de más, ni de menos. Alguien que cuando te quieres dar cuenta se ha instalado a vivir contigo y con quien compartes las tareas de la casa con la complicidad de quien lleva contigo una vida entera. Alguien a quien, cada día que pasa, quieres un poquito más que se quede y un poquito menos que se vaya. Alguien con quien, sin comerlo ni beberlo, te acabas imaginando por los siglos de los siglos.
Pero el amor, sea real o no, siempre acaba. O se lo lleva la muerte o se lo lleva la vida. No hay otra opción. Y aunque todos supiéramos que este día iba a llegar, no por eso duele menos. Sin embargo, en las despedidas de amor real nadie pega portazos, simplemente se dan abrazos y se desea, con toda la verdad del mundo, que la vida le vaya bien al otro.
Así que, Luis, donde quiera que vayas, espero que seas muy feliz y, con la mano en el corazón, que no te vayas muy lejos, porque en cuanto podamos, silbaremos para volver a tenerte cerca.