Con el auge y casi dominio de las VTC, hablar de coger un taxi quizá sea aventurado en 2018. Y más destartalado es descubrir, entre la interminable nube de emisoras radiofónicas y distracciones varias, que Juan Arango es, tras segundos de divagación, el mejor jugador de la historia de su país. El rey de un país sudamericano que nada a contracorriente de la hegemonía futbolistíca de la mitad inferior del continente americano. Arango, sin embargo, no quiso coger el bate ni enfundarse el guante de catcher. Bendita decisión, para él, para nosotros y para Juan Carlos. No hay tanta diferencia entre Arango y él. Emigraron a España por trabajo y ambos amaban el fútbol pese a la dictadura del beisbol. Pero, como a todos los malditos futbolistas, a Juan le fue mejor que a Juan Carlos

Según que cosas marcan a uno para siempre. El látigo directo a la escuadra ante la Real Sociedad fue una de ellas, dejar sentando y sentenciado a los Galácticos otra. Así fue que Juan Carlos le tuvo que hacer, de manera casi forzosa, un hueco en su corazón colchonero a Arango, a su zurda y a su Mallorca. Lo mínimo que podía hacer un buen compatriota, supongo.

El arquitecto de faltas milimétricas y pintor de curvas inverosímiles fue víctima de mil y un interrupciones cuando recogía a su hija del colegio. Le veiamos venir de lejos, corríamos a secretaría a por un cacho de papel y un boli con la vehemencia de un toro y le suplicabamos que los garabatease uno a uno. Como inspectores de Hacienda, pero amables y en cuerpos minusculos. Y fueron mil y una porque a la mañana siguiente nadie sabía donde estaba el trozo de papel que unas horas antes era lo más valioso que jamás habíamos poseido. No dejaba de ser un trozo de papel, y Arango no dejaba de ser un tío al que veíamos correr los findes en Son Moix y que, curiosamente, pasaba por el colegio. Exprimamos todo como una conversación de taxi y humanicemos a los futbolistas igual que un niño de seis años.