Una vez un jugador de aquella plantilla bermellona que se disponía volver a escalar la máxima categoría tras un descenso dieciséis años después me contó una historia. Relato que desgranó el achaque de toda una institución febril. Él se incorporaba al primer equipo con la esperanza de dar algún pelotazo y tener plaza hasta final de temporada, aunque la verdad que sería ardua tarea sabiendo la hilera de jugadores por delante suya. No decayó y se mentalizó en aquel complicado camino. Entonces, al acabar una de esas sesiones de pleno agosto ya con todo el plantel bajo un solera de escándalo, los futbolistas se dirigieron directos a empaparse de agua fría y entre unos cuantos ya enchufados a la ducha, otros tantos arrojaban vía oral la merendola. Una vez aseados, el míster avisó que llegaba el director deportivo y máximo accionista acompañado por su delfín, aun en aquella época, para transmitir e insuflar ánimos a un equipo que hacía escasos dos meses se había despedido por la puerta de atrás de Primera, pero direccionado en hacer los deberes en Segunda.
Dos dirigentes dentro de un vestuario que además de elaborar el protocolario discurso, la jorobaron espetando que de cara a la competición sería preferible subir a principios de mayo y no a finales. Este era la gran deferencia a lo que fue finalmente una competición trinchera y un escenario como Córdoba al precipicio del pozo.
Las rasgaduras de todo un cuatrienio purulento y el consiguiente descenso de los descensos ha acabado con final feliz y en una posible apertura válida y firme. Ser el campeón de ochenta es la mejor carta de presentación en Segunda División. La baza de tapado para el Mallorca es imposible pero el aura que se ha desprendido tras tiempo atrás enterrado del trabajo a pico y pala tiene que seguir siendo un sello impregnado a fuego candente. Para aquellos que se quedarán y para los que vendrán. El límite salarial podrá ser más un motivo de redención que el poner palos a las ruedas. Objetivo pequeño a corto plazo. Y a volar.