«Están obsesionados con el fútbol, es como Brasil en una isla. Su cultura es el fútbol», espetaba, sin titubear, Annis Abraham, periodista, escritor galés y simpatizante del Atlético Baleares, para las cámaras de Copa90. Atrevido cuanto menos y acertado como pocos. Parece exagerado, desproporcionado, cuando geográficamente hablamos de un cacho de tierra en medio del mediterráneo y futbolísticamente de algo absolutamente mayor. Supongo que nuestro carácter tranquilo nos hará escoger el camino fácil. Todos los chavales hemos sido benjamines en el club de nuestro pueblo. Como si no tuviésemos otra opción, por inercia, tradición o convicción, peregrinamos a nuestro club de barrio para probar de ese manjar del que nos habían hablado. Nadie esta a salvo.
Nuestro debut fue bastante romántico. Camp Redó y su tierra, por que ese día fue soleado. De los campos más míticos de Ciutat, ante el cual todos hemos perecido y gozado partes iguales. Barrio icono del fútbol, resistiendo durante años como los únicos rezagados y haciendo de sus carencias su identidad. Lo pise por primera vez con ocho años y cuando volví con 18 seguía intacto. Esta vez fue Camp Redó y su barro –gracias, escasa lluvia mallorquina-. La modernidad y los compromisos políticos se llevaron por delante el último vestigio del fútbol de nuestro abuelos en Palma. Me apenan los chavales que nunca probaran la magia que viene de serie con la tierra.
El carácter tranquilo y apacible mallorquín desaparece cuando hay balón de por medio. «Llevamos una vida tranquila, pero amamos el fútbol. Hay fútbol por todas partes en la isla». Marcos Cabotá, director (100 anys després es su hijo más mallorquinista) y voz más que autorizada para hablar en bermellón, alegaba a este paréntesis en la mente de todo mallorquín. La idiosincrasia balear despierta cuando pisa el verde. Sorpresa para los interminables prejuicios, en las islas se vive de manera mucho más pasional de lo que se piensa de puertas para afuera. Inhalamos y exhalamos. Respiramos fútbol.